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Ocurrió todo nueves de noviembre. En el 18 abdicó el Káiser y se proclamó la república. En el 23, fue el Putsch de la cervecería, en el que lo que parecía solo un grupo de tronaos intentó emular a Mussolini apoderándose de Baviera, proclamar allí un estado rebelde y destruir así la democracia en todo el país. En la cárcel, Hitler cumplió solo unos pocos meses y estuvo autorizado a recibir visitas. A su salida, volvió a intentar conquistar el poder, pero esta vez con métodos pragmáticos. Cuando lo consiguió, el nueve de noviembre de 1938, fue la Noche de los cristales rotos. El pistoletazo de salida para el exterminio del chivo expiatorio de su discurso político, los judíos. La guerra que declaró después dejó el país convertido en cenizas y dividido en dos partes separadas por un muro en Berlín. Tuvo que ser otro nueve de noviembre, esta vez de 1989, cuando este cayera.

A menudo se ha retratado la República de Weimar, los años críticos en los que se gestó el nazismo, como una época oscura, convulsa y degradante. Pero según el historiador Eric D, Weitz hay que tener en cuenta muchos aspectos positivos de este periodo. Se hicieron ambiciosos planes de vivienda, se redujeron por fin las jornadas laborales. Hubo una revolución sexual y el legado artístico es enorme, con joyas de la literatura como La montaña mágica de Thomas Mann.


"A lo largo del siglo XX, pocos son los lugares y momentos de consecuencias intelectuales y culturales tan sobresalientes y duraderas que soporten la comparación con el Berlín de 1920, o sus avanzadilas de Dessau, Munich, incluso Friburgo, Heidelberg o Marburgo", sostiene este historiador, para sentenciar: "Aunque la vida en Weimar no fue fácil, sí fue un momento de intensa creatividad. Las sociedades narcotizadas, sonámbulas o satisfechas no se plantean nada, no se cuestionan nada".

La novela gráfica Berlín, de Jason Lutes, de la que Astiberri ha publicado este año su tercera y última parte, retrata toda esta época de una manera muy fiel al espíritu de historiadores como Weitz. A través de numerosos personajes, se muestra una ciudad convulsa, pero no necesariamente abocada al desastre que padeció.

En primer lugar, aparece Berlín como capital en su sentido más profundo. Como ciudad donde la gente de lugares donde es más difícil guardar el anonimato puede llegar y perderse. Ser libre. La protagonista de la trilogía, Marthe, que viene de Colonia, descubre su sexualidad. El arte. Un mundo nocturno lleno de aventuras.


La acción transcurre en bares de lesbianas. Solo para chicas y donde, como actualmente, hay monologuistas que pronuncian discursos feministas de humor corrosivo. Algunas de ellas deciden vestirse como hombres. Al mismo tiempo, en otros lugares más exclusivos se producen orgías entre la jet. Fiestas de sexo desenfrenado con máscaras y bien lubricadas con cocaína.

Es un Berlín al que llega el jazz. En el cómic, los que giran son solo unos músicos afroamericanos. En la realidad, pasaron por la República de Weimar músicos y orquestas pioneras del jazz en Estados Unidos desde los años 20.

Al mismo tiempo hay miseria. Tras la capitulación en la I Guerra Mundial, miles de obreros están en paro. Mucha gente ya ha perdido toda esperanza y vagabundea. Bastante magnánimo es en este aspecto Lutes, se sabe que en los años 20 miles de burgueses se quitaron la vida al caer en bancarrota y ver arruinados sus negocios de toda su vida.
En ese contexto de miseria obrera, está la revolución. En 1923 había concluido la salvaje Guerra civil rusa. Los rojos habían triunfado. Stalin se hacía con el poder a la muerte de Lenin. La burguesía y la oligarquía alemanas tenían pánico a una revolución. Ya había ocurrido y fue sofocada, pero, como muestra el tebeo, en cuanto aparecieron los nacionalsocialistas, para los que tenían miedo de perder sus propiedades, estos se convirtieron en la opción más viable. Ellos, dice un diálogo, se enfrentan a los comunistas de verdad, no como la policía.

Los socialdemócratas no apoyaron el intento de revolución comunista que hubo en Alemania. Se pusieron del lado de la república y ayudaron a combatirla. En esa revuelta, fueron asesinados Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, sus líderes. Desde ese momento, juraron venganza y su principal rival fueron lo que llamaron los "sociafascistas", es decir, los socialdemócratas, por traidores a la causa marxista.

El cómic pone el acento en esta división entre los obreros sobre todo con una familia divorciada en la que el padre y un hijo es nacionalsocialista y la madre y la hija, comunistas. Pero también muestra los roces entre la izquierda trotskista -se narra la llegada de la noticia de que le van a expulsar de la URSS- y los comunistas ortodoxos.


Ese trotskista es el gran protagonista de la obra, Kurt. Como periodista, destapa las violaciones del tratado de Versalles, en lo referente al rearme de Alemania, que se estaban produciendo. Se siente atropellado por los acontecimientos. Le superan. No puede unirse al Partido Comunista por su espíritu dogmático y violento y el ascenso del nazismo le tiene aterrorizado. En esa parálisis se abandona al alcoholismo.

Normalmente, las visiones sobre la II Guerra Mundial y su gestación, o sobre el ascenso del nazismo, suelen ser a posteriori. Ya sabemos quién es el bueno y quién es el malo. Se sitúan frente al lector en ese marco. Sin embargo, en este caso, hay una gran fidelidad histórica. Para las generaciones que vieron la Gran Guerra, el delirante sacrificio humano que supuso, su prioridad era que no volviera a reproducirse semejante locura. Cuando toda la sociedad se va entregando de nuevo al discurso bélico, estos personajes de espíritu humanista y pacifista quedaron aterrorizados y, también, atenazados. Ahora, a posteriori, es fácil ver que debieron apoyar sin fisuras desde el principio a todo lo que se enfrentase a Hitler. Entonces, la confrontación para ellos era repetir los errores de un pasado inmediato, sencillamente, infernal.

Este tercer tomo concluye con el instante en el que Hindenburg le entregó el poder a Hitler. Son casi quinientas páginas escudriñando desde todos los ángulos una sociedad de la que pudo salir lo mejor de la historia europea, pero brotó lo peor. Una trilogía que puede equipararse al clásico de Alfred Döblin, Berlin Alexanderplatz.

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