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Desde hace ciento treinta y dos años, generaciones y generaciones de chavales, y no tan chavales, han barloventeado con valor y se han puesto en la amura de estribor, henchidas las velas, y firme la mayor, a bordo de La Española, camino de «La isla del tesoro». Han querido despejar esa X misteriosa durante casi un siglo y medio y han escudriñado los extraños designios de un mapa que Robert Louis Stevenson, uno de los mayores genios literarios de todos los tiempos, pergeñara allá por 1881 y editara dos años después, aunque tuvo que hacer una segunda composición del propio mapa porque su editor lo perdió.

Stevenson tenía 30 años cuando escribió su historia, que comenzó en Braemar, un lugar remoto y ventoso de las Highlands, las Tierras Altas escocesas, en 1881, donde veraneaba con su familia. La lluvia, el frío y el viento eran habituales a pesar de que era verano, y el escritor y sus parientes gastaban el tiempo inventando historias entre todos, digamos que a diez manos.

Mientras Robert Louis empezaba a escribir, su hijastro, Lloyd Osbourne, de doce añitos, hilvanaba las coordenadas y los paisajes del mapa de la isla: la Isla del Esqueleto, la Colina del Catalejo, las tres Cruces Rojas… Stevenson escribía y toda la familia aportaba sus sugerencias: «¡Nada de mujeres», dijo Lloyd; «Yo dispondré el contenido del cofre de Bill Bones», apuntó el padre del novelista. Pronto, los primeros capítulos, de la mano de un amigo, viajaron camino de la sede de la revista juvenil «Young Folks» («Jóvenes amigos») y empezaron a publicarse. Stevenson, enfermo de los bronquios, tuvo que retirarse a la localidad hoy tan famosa de Davos en Suiza, pero pronto se recuperó y terminó la historia, que no causó gran sensación en la revista ni en sus lectores. Sin embargo, editada en libro, esas páginas se hicieron inmortales, ajenas ya al óxido del tiempo, aclamadas por el público y la crítica.

Llegaron alabanzas de todos los lados, como la de Henry James; se comparó, para mejor, a Stevenson con Sir Walter Scott, y estas cuatro palabras, «La isla del tesoro», se convirtieron en unas sílabas claves y comunes en todos los idiomas del planeta. Como reconoció Stevenson, la influencia y la deuda con escritores como Washington Irving, Poe y Defoe, el Capitán Marryat, Robert M. Ballantyne… estaban presentes en su obra.

Aguas turbulentas
Stevenson no era un avezado lobo de mar, pero su padre y su abuelo eran fareros y, en 1879, el propio novelista había cruzado el Atlántico. Por eso supo hacer reales y fidedignos a sus personajes y sus vivencias en aguas turbulentas, en los recovecos de la isla y en los recovecos del corazón humano. Reediciones, tebeos, libros ilustrados, juegos de mesa, videojuegos... se han sumado desde entonces a las peripecias de esta narración imperecedera.
La colección Graphiclassic, en colaboración con la editorial Huerga y Fierro, acaba de poner a la venta una edición ilustrada por un puñado de excepcionales dibujantes de la obra (www.graphiclassic.es, desde 20 euros), una suerte de revista en la que han colaborado con sus artículos Mario Vargas Llosa, Luis Conde, Luis Alberto de Cuenca, Raúl Guerra Garrido, Javier Marías, Jordi Sierra i Fabra, Rosa Montero, Juan Madrid, Antonio Tabucchi, Manuel Hidalgo… entre otros autores. Graphiclassic ya editó anteriormente una versión de «Moby Dick», de Herman Melville, y el próximo trabajo será sobre «alguna obra de Julio Verne».

Como explica Luis Conde, miembro de Graphiclassic, la idea de este libro es «de Carlos Uriondo y nosotros tres con él: Luis Conde, Guillem Díez y Vital García. Para este segundo volumen, hemos tardado casi un año en producirlo. La genial novela de Stevenson se sigue reeditando. Hace unos meses, en España la ha vuelto a publicar Anaya, con un buen ilustrador muy poco conocido».

Luis Alberto de Cuenca, Académico de la Historia, investigador del CSIC, poeta y colaborador de ABC, uno de los participantes en la obra y devoto de la obra de Stevenson, cuenta que «si hay una novela que nació para ser ilustrada, filmada, trasladada en viñetas, convertida en escenario de videojuego, soñada por millones de adolescentes de todo el mundo, esa es “La isla del tesoro”». De Cuenca es de los que está convencido de que esta obra será recordada por los siglos de los siglos, amén: «Lo cierto es que Tusitala (”El narrador de historias”, que es como lo llamaban en Samoa, el archipiélago paradisíaco adonde fue a morir) no ha muerto ni piensa hacerlo en los próximos milenios, pues su escritura tiene la textura de lo inmarchitable, de lo imperecedero. El tópico -en que incurrimos todos- de considerar como target exclusivo de su escritura al público juvenil, no es más que una simpleza taxonómica, porque Stevenson escribió para todos los públicos y no restringió su formidable capacidad inventiva a una determinada franja de edad».

No tienen defensa ni ninguna posible excusa. Mientras siga el invierno, al calor de una chimenea, esta lectura es inevitable, y les templará los ánimos helados. Y cuando los rayos del Sol vuelva de nuevo a calentarnos, a la sombra de un manzano caerá sobre ustedes el fruto de la mejor literatura. «¡Quince hombres van en el cofre el muerto, quince hombres van el cofre del muerto, con la botella de ron, con la botella de ron». No pueden ustedes dejar de empinar el codo con el capitán Flynt.

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