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Las grandes historias se niegan a morir. Hace poco más de un año, allá por junio de 2016, parecía que una de esas grandes historias en viñetas, la de Anung Un Rama, más conocido como Hellboy, llegaba a su fin. Su creador, Mike Mignola, tipo con talento donde los haya, decía basta. The Guardian, en una entrevista de Sam Thielman para enmarcar, se sacaba este titular de la manga: “¿Por qué termino Hellboy? Para ponerme a pintar acuarelas”. Maravilloso.
Llegando más allá de ese cartel de neón con el que nos peleamos cada día los periodistas, la cosa se ponía interesante. Mignola no sabía que su historia iba a terminar; siempre había dicho que se veía escribiéndola toda la vida. Fue la propia trama y su antihéroe, el maravilloso hijo de Satán y una hechicera de estirpe ilustre, los que le indicaron que llegaba el momento de decir adiós. “En principio, pensaba seguir para siempre [escribiendo sobre un Hellboy en el averno] y luego iban a ser cuatro libros, más tarde los condensé en tres… Creo que fue en el número ocho cuando me di cuenta: "Oh, esto es el final de la saga". Solo le queda una gran cosa por hacer. "A lo mejor dos”, indicaba el creador del personaje en dicha entrevista.
Hellboy en el infierno fue, desde luego, el mejor de los epitafios. Diez números cocinados a fuego lento durante tres años que Mignola volvía a asumir no solo como guionista, sino también como artista. Una maravilla capaz de conjugar el encanto pulp de este demonio detective con la profunda desazón que conjura Casa desolada, de Dickens. Mignola dijo que se quería dedicar a pintar acuarelas y que quien quisiera verlas que se pasara por su casa. Daba carpetazo y asumía, seguramente con sinceridad, que aquello era el último capítulo de Hellboy.
Pero las grandes historias se niegan a morir.
Into the silent sea. En la mar silente. En la mar callada. Qué bonito título. Mejor aún la dedicatoria de la reentré de Mignola, solo un año después de aquel supuesto retiro, en su personaje favorito: “Para John Houston, Ray Bradbury, Gregory Peck y Herman Melville, porque no podrían haberlo hecho sin él. Y, por supuesto, para William Hope Hodgson”. Después de tal arranque, es imposible que lo que sigue no sea maravilloso. En la mar silente, escrito a cuatro manos entre Mignola y Gary Gianni, este segundo también lo ilustra, cumple con semejante título y dedicatoria. Es maravilloso y me ha hecho escribir este artículo en el que intento transmitir tanto al ajeno como al conocedor —en uno busco el descubrimiento y en el otro la sonrisa cómplice teñida de cierta nostalgia— por qué este tebeo es uno de los imprescindibles.
Creo que hay que empezar por la primera viñeta. La primerísima. Una amplia panorámica de navíos descalabrados que se pierden en el horizonte. Y en una cartela, las siguientes palabras: “La gentil brisa sopló, la espuma blanca voló; el surco la siguió, libre; éramos los primeros en irrumpir, en aquella mar silente”. Debajo de ellas se nos informa de su autor, Samuel Coleridge, la quinta estrofa de la segunda parte de su Balada del viejo marinero.
En esta viñeta se sintetiza mucho de lo grande que tiene Hellboy. El hechizo de Mignola, su genialidad, no es tan epatante y evidente como la de un Alan Moore, un Warren Ellis o un Neil Gaiman. Cualesquiera de esos autores subrayan el enorme talento que poseen en cada esquirla de sus obras. Quieren que se los vea. Mignola pretende permanecer invisible y que la narración permee al lector con él como aparente mero intermediario. Es humilde hasta el punto de que muchas veces, los momentos más potentes de sus tebeos se nutren de la cita erudita, como por ejemplo esa inolvidable elipsis, tan fácil de pasar desapercibida si se lee con desaliño, del puñal pulcro y el puñal ensangrentado durante Hellboy en el infierno acompañada por las palabras de Lord y Lady Macbeth.
Pero lo suyo es mucho más que citar. Lo que hace Mignola es elegir con cuidado extremo una cita que ilustra e interpreta dentro de su tapiz narrativo con tremenda profundidad y poder fascinador. Aquí, con una imagen que epata, la de esos barcos hundidos, sin una sola figura animada sobre sus cubiertas ajadas, repitiéndose en la lontananza, transmitiendo como solo puede hacer el cómic, en una imagen, el peso de los siglos. Da la sensación de que el lector pueda quedarse embobado en esa estampa hasta tener un aspecto decrépito semejante al de los barcos.
Mignola se mueve pues en el arte de lo omitido, de la elipsis, de lo invisible. Muchas veces, a lo largo de Hellboy, él u otros personajes refieren hechos desconocidos que darían para relatos completos o quien sabe si incluso series inagotables. En la mar silente nace de uno de esos momentos. En Hellboy. La tormenta había una recapitulación de las cosas que le sucedieron al diablo humano en su periplo por el mar que encerraba uno de esos hilos narrativos de los que solo vemos la primera hebra. En ella se advertía a un Hellboy remando de espaldas en un esquife miserable mientras al fondo se veía a un gran navío, de aspecto espectral, que venía recto hacia él. El bocadillo de Hellboy en ese breve flashback de una viñeta contenía una sola palabra: “Mierda”.
De ese “Mierda” nace toda esta narración que arranca con el poema de Coleridge y que enfrenta a Hellboy a muchas cosas que no entiende y que le traen sin cuidado. Es lo que este héroe bastante expeditivo, de enorme corazón y partido en dos por su destino, destruir el mundo, se ha pasado haciendo toda la vida: deambular pegándole a cosas y sin entender ni la mitad de las veces por qué lo hace. Una situación de desconcierto análoga a la del lector ante las fuerzas mitológicas que rigen los destinos del mundo en que transcurre este tebeo. Un ancla en común que genera una enorme simpatía por el personaje cada vez que la trama le pone la zancadilla con otro misterio más, acompañado de un bicho bestial con ganas de cruzarle la cara por haberle ofendido por romper vaya usted a saber qué protocolo esotérico.
Las peripecias de estas cincuenta y pico páginas son constantes. Que si el secuestro por parte de una tripulación enloquecida, que si el rescate nocturno de un grumete, que si la obsesión de una racionalista por descubrir una deidad primigenia que habita en el inicio del mundo, que si una horda de seres imposibles que brotan del mar en manadas… Pero la peripecia en Hellboy es lo que subyace, el telón de fondo a ese nihilismo socarrón que tiene no poco que ver con el espíritu de nuestro Quijote. Hellboy pasa por tantas y tantas cosas y sin embargo sigue igual, no con una bacía de cobre por sombrero pero sí con ese par de cuernos que se lima para negar lo evidente: que es el hijo de Satán y que tiene que destruir el mundo.
El final de Por quién dobla la campana, el último número de Hellboy en el infierno, sabía a final. Pero el propio Mignola dijo que al personaje le quedaban un par de cosas por hacer. Este retorno del exilio para contar una aventurilla que se ha quedado en el tintero cuesta creérselo como una mera zambullida sin mayores consecuencias. Cierto que la idea partió de Gianni y no de Mignola, pero se ve en las palabras de cada cartela, en cada concepción visual de la historia, que el americano sigue enamorado de su criatura.
Ojalá la haga caminar, ya bajo el peso de su cornamenta, para resolver ese par de asuntillos pendientes. Porque este largo Gólgota, lleno de humor, al que somete a su antihéroe es de lo mejor que jamás ha dado el cómic en su ya no tan breve historia. Es ese Quijote sobrenatural que, al contrario que el caballero de la triste figura, ha sobrevivido a su propia muerte y a algo peor: a ser consciente de su locura. ¿No sería interesante fabular con un Quijote que sigue viviendo plenamente consciente de su locura? ¿Elegiría seguir desfaciendo entuertos o viviría aceptando el mundo que lo rodea? Mignola aún puede contestarnos allí donde Cervantes lo tiene difícil. Esperemos que le apetezca.
Y si es que no, pues hay nueva película en marcha. Reboot, que los llaman. Algo es algo.