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Pesadilla habanera en cómic
¿Cómo fuimos capaces de aguantar tantos atropellos y vilezas?, parece la pregunta que con vergüenza debemos hacernos los condiscípulos de Connie (Anna) Veltfort al terminar de leer sus memorias en viñetas, que recién publica Verbum en Madrid, con cuidada edición a cargo de Pío E. Serrano, también condiscípulo nuestro a finales de los años sesenta en la Escuela de Letras y Arte de la Universidad de La Habana, junto a Fernando Pérez y Mayra Vilasis, Wichy Nogueras y tantos otros de nuestra promoción.
Adiós mi Habana, con prólogo de Antonio José Ponte y nota de contracubierta de Isel Rivero, es el único testimonio de aquellos años cubanos, desde la óptica de un estudiante universitario, que se haya compuesto como cómic, gracias al talento y profesionalismo de su autora.
Los valores artísticos se enriquecen, según he podido recordar –comprobar–, por la veracidad desenfadada con que Connie encara su propia vida en la Cuba revolucionaria de nuestra temprana juventud. Las memorias de esta gringa –como ella misma aceptó que la calificaran– calzan sus méritos narrativos con muy pocas edulcoraciones. En una sociedad donde no escandalizaban las represiones contra los "desviados sexuales" –"traidores a su sexo", les había llamado el destacado intelectual y funcionario Raúl Roa–, la peligrosa condición de lesbiana irrumpe para hacernos saber que este singular testimonio nada tiene que ver con las complicidades de ciertos escritores gays –Miguel Barnet y otros–; con burdos olvidos de los sucesos. Las mismas que aún en 2017, con el cinismo de la élite opresora y la hipocresía de quien desea tergiversar la historia, ofrece Mariela Castro desde su Disney World, el Centro Nacional de Educación Sexual.
Adiós mi Habana no cae ni en caricaturas donde se exageran crímenes y delitos cometidos por el Gobierno de los Castro –no hace falta exagerar para horrorizarse–; ni en negar las complicidades –el silencio fue una de ellas– que cometimos profesores y estudiantes en aquellos finales de los sesenta, digamos que hasta el caso de Heberto Padilla, enjuiciado por su disidencia poética en un libro clave en la poesía cubana: Fuera del juego, Premio Julián del Casal en 1968, hasta su prisión y mea culpa, que culminó en el Congreso de Educación y Cultura, en abril de 1971, con la furia de Fidel Castro y su abyecta entrega a Moscú, tras el fracaso de la zafra de los 10 millones y la ruina de la economía.
Connie cuenta sobre todo su vida estudiantil, desde la llegada con la familia comunista en 1962 hasta su salida en 1972. La narración alude con valentía a que muchos estudiantes caímos a veces en fanatismos e ingenuidades políticas, aunque alejados ideológicamente del marxismo-leninismo de los manuales soviéticos, al punto de que una profesora de Materialismo Histórico y Dialéctico, la librepensadora Isabel Monal, pronto tuvo que aceptar que le modificáramos el apellido: Isabel Manual. Tampoco deja de referirse a las ratas que delataban a sus compañeros ante la Unión de Jóvenes Comunistas, el Partido y la Dirección universitaria; o a los entorchados comecandelas y oportunistas que enrojecían la atmósfera.
Releer el balance, tantas décadas después, también implica admitir que, en cierta forma, la Escuela de Letras fue casi un oasis dentro del país, de sus universidades e instituciones culturales durante aquellos años duros –como el título de la novela de Jesús Díaz–. En nuestra escuela de Zapata y G se atenuaron las represiones, salvo las políticas, aunque apenas hubo disidencias, mucho menos entre gays y lesbianas, tan temerosos al sentirse apestados por el régimen. El último caso allí en que se unió la homosexualidad con la oposición política fue también en esos años, cuando expulsan a otro condiscípulo, el talentoso novelista Reinaldo Arenas.
No poco contribuyeron a la cierta permisibilidad sexual la sombrilla fidelista-ortodoxa de Vicentina Antuña y la disciplina partidista de la vieja comunista Mirta Aguirre, autora de tres poemas a Stalin y ella misma lesbiana (amiga y protectora de Connie, como se narra en el libro); junto al lógico ambiente de Humanidades, entre artistas y escritores que entonces evitábamos cualquier gusanería, por creencias revolucionarias y miedo a ser expulsados, a rodar hacia la tenebrosa policía política.
Como toda memoria es inevitablemente sesgada, debo añadir que las lesbianas cubanas recibieron –era de esperar– más humillaciones y castigos que la gringa Connie, tan o más degradantes que el incidente en el Malecón de El Vedado con su íntima amiga Marta Eugenia (Martugenia en las viñetas), acusadas ante la justicia y ante la universidad de estar allí abrazadas como si fueran una pareja "normal" (sic), cuando unos machistas desde un auto les insultaron a gritos: "¡Tortilleras!".
Cuando avanzaba por ese fuerte capítulo del libro, mientras me sobreponía a su formato liliputiense –recomiendo leerlo en versión digital–, tuve la imagen de Mercedes Santos Moray. Lesbiana poco agraciada físicamente, en pleno proceso de expulsión de homosexuales se apareció a la Escuela con unos tacones que se le doblaban, una saya que debió ser de su abuela y los labios pintados tal vez por primera vez en su vida, desbordándose de los labios con el creyón escarlata de un payaso, como un personaje de Federico Fellini... ¿Cuánto miedo debió sentir cuando decidió disfrazarse? ¿Qué socialismo paga la tragicomedia?
Al centrar la narración en su vida, Connie cataliza otros repasos. Para sus coetáneos y condiscípulos –los dos primeros años las asignaturas eran comunes, aunque después la mayoría era de su especialidad en Historia del Arte– es un vigoroso ejercicio afectivo reconstruir anécdotas, matizar detalles o añadir truculencias en la propia universidad, como las referidas al Departamento de Filosofía y su revista Pensamiento Crítico o a profesores que presuntamente ni preparaban sus clases ni leían los trabajos de sus estudiantes, como el bon vivant de José Antonio Portuondo, presidente del jurado que evaluó la tesis de licenciatura de Connie sobre el cineasta Sergei Eisenstein.
Los estudiosos tienen en sus evidencias, en el fresco de Adiós mi Habana, un ingenioso aporte al conocimiento de la historia cubana del último lustro de los 60 y hasta 1971, aunque la salida de Connie –también en barco– no se produce hasta 1972, tras sufrir una escabrosa demora y padecer las incertidumbres de cualquier individuo ante los poderes de un régimen autoritario. Una cita de una canción de John Lennon, que Connie (Anna) Veltfort toma prestada en el epígrafe de su libro, sintetiza su experiencia cubana: "Life is what happens to you, while you're busy making other plans" (la vida es lo que te pasa mientras estás ocupado haciendo otros planes).