Noticias

Artículos

Podcast

Post Page Advertisement [Top]


Antes de que se hablara del noveno arte, antes de que los españoles se dividiesen entre el tebeo y el cómic, antes de Ibáñez y compañía, mucho antes, los egipcios dibujaban escenas en las vendas con las que cubrían a las momias. Fue hace 2.300 años, pero la estructura recuerda, inevitablemente, a la viñeta. Algo parecido concibieron los mayas en su códices siglos después. Y los iluminadores en los monasterios medievales. Quizás es que llevamos haciéndolo toda la vida: ordenar el mundo en tiras, que luego convertimos en cómicas. Es la extravagante idea que propone la última exposición de la Biblioteca Nacional, «Beatos, mecachis y percebes»: un recorrido libre por la historia del cómic comisariado por Enrique Bordes.

Dice Bordes que su planteamiento no está exento de irreverencia, y que rechaza la mirada academicista en favor de la ambigüedad y la flexibilidad. Por eso ha nombrado las tres partes de la muestra con términos de cuño propio. En «Beatos» agrupa la producción gráfica hasta la aparición de la fotografía, desde las vendas egipcias y los pergaminos hasta los códices, pasando por los marfiles venecianos o los relieves renacentistas. Es un imaginario marcado por lo sagrado, pero si lo observamos con «ojos de tebeo», como los llama él, podremos atisbar ciertos rasgos que nos recuerdan al cómic, como la ordenación del espacio en tiras marcadas por el suelo y el techo o la importancia de la arquitectura como marco escénico.

Así, en el Beato de Tábara, un códice del siglo X que copia los «Comentarios del apocalipsis» de Liébana, se incluye una ilustración de un edificio sin fachada en el que vemos todas las habitaciones y lo que hacen los personajes. Es el mismo sistema de representación que, con los matices del tiempo, utilizaría Ibáñez en su serie de historietas «13, Rue del Percebe»: un folio que nos permite curiosear la vida de todos los vecinos como si fuera una casa de muñecas. Es ese concepto visual, por otra parte, que adoptó en la televisión «Aquí no hay quien viva». «Es que estos códices sorprenden por lo cerca que están del tebeo en la manera de producirse (...) Hasta finales del siglo XX no se recupera la libertad gráfica que tenían los iluminadores medievales», apunta, provocativo, el experto.

Esta reivindicación de los orígenes lejanos del hoy llamado noveno arte, explica Bordes en el catálogo, comenzó en 1967 en el Museo de Artes Decorativas del Louvre. Allí, Claude Moliterni y Pierre Couperie proyectaron una muestra que planteaba que los relieves narrativos egipcios, asirios y romanos eran una suerte de «cómics del pasado». Sin embargo, las diferencias artísticas con la celebérrima institución terminaron con aquella idea desterrada del lugar. Pero la semilla ya estaba plantada y ahora florece en la Biblioteca. «En nuestro recorrido visual de “antiguas casas del tebeo” me gusta ver un reflejo de ese primer capítulo que Moliterni y Couperie no pudieron escribir», anota a modo de deseo.

Dejando atrás los «tiempos beatos» se llega hasta el ecuador de este particular viaje, que lleva el nombre de «Mecachis» en honor a Eduardo Sáenz Hermúa, que firmaba sus historietas con ese pseudónimo. Estamos en el siglo XIX, en plena revolución industrial. El mundo comienza a modernizarse y la cultura cambia. La imagen se democratiza y nacen la fotografía, el cine y los medios de masas. Y en medio de este embrollo el tebeo toma fuerza. Es el momento de los pioneros que, liberados de la tradición, experimentaron con la gramática. Es el momento de formatos como las aucas o los libros ilustrados (infantiles o no).

Gustave Doré probó con diferentes artilugios narrativos. Inspirado en la literatura en estampas del suizo Rodolphe Töpffer, construyó un antecedente claro de la novela gráfica: «Los rusos o Historia dramática, pintoresca y caricaturesca de la Santa Rusia». Entonces el invento no tuvo mucho éxito y el artista continuó por otra senda: la que lo llevó a ilustrar la Biblia o «La divina comedia». Más tarde, ya a principios del XX, Xaudaró triunfaba con sus escenas cotidianas y su famoso perrito en las páginas de «Blanco y Negro» y ABC. La historieta ya era un medio de masas.

La última parada de esta travesía lleva por nombre «Percebes», recordando así la exitosa obra de Francisco Ibáñez, el autor más prolífico de su generación. Esta parte de la exposición es un amplísimo cajón de sastre. Abarca la ilustración desde los años treinta hasta hoy. No solo se detiene en las expresiones más populares (Ibáñez, Íñigo o Manuel Vázquez), sino también en las vanguardias que instigadas por los postulados de Otto Neurath renovaron el lenguaje de la ilustración. Así llegamos a los últimos contadores de historias gráficas como Juan Berrio, Álvaro Ortiz o Ana Galvañ, entre muchos otros. El final vuelve al principio: después de 2.300 años no hemos dejado de experimentar con la imagen.

«Beatos, mecachis y percebes»: En la Biblioteca Nacional. Hasta el 13 de enero. De 10 a 20 horas, domingos hasta las 14.

Bottom Ad [Post Page]

| Designed by Colorlib