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No es por casualidad que sus viñetas, siempre inquietantemente fascinantes, parezcan retablos de una macabra orden religiosa o lo que un Franz Kafka que hubiese crecido leyendo a Lucky Luke hubiese dibujado, dando rienda suelta a su idea del absurdo y de la condena del ser humano que jamás encajará en la masa. Olivier Schrauwen (Brujas, 1977) es, con permiso de Chris Ware, el dibujante que más lejos ha llevado la historieta contemporánea, hasta el punto de que cada cosa que toca, empezando por el bizarro Mi pequeño (Fulgencio Pimentel, 2018) y pasando por el imprescindible Arsène Schrauwen (Fulgencio Pimentel, 2017), es casi una pieza de arte de vanguardia.

Creció rodeado de viejos libros ilustrados; lo cuenta sentado en una de las piezas de viejo mobiliario que hay en un amplio espacio de la fábrica Fabra i Coats de Barcelona. Fue uno de los invitados estrella del pasado GRAF, festival de cómic de autor y edición independiente, celebrado en la capital catalana.

“No fui consciente hasta la adolescencia de que los cómics con los que había crecido eran de los años cuarenta. Recuerdo que había una reproducción de un cuadro de Magritte en mi habitación de niño. Yo buscaba con avidez todo lo visual. Creía que aquellas imágenes explicaban el mundo. Me recuerdo ya de adolescente reuniéndome con mis amigos en un parque y mirando juntos un viejo libro de pinturas en las que se torturaba a la gente. En Brujas, todo el arte que hay es antiguo, y convivimos con ello sin darnos cuenta. Supongo que si cada uno de mis dibujos recuerda a algo que pasó hace mucho tiempo es por eso”, se explica. ¿Y qué hay del bicolor? “Es un límite que me impongo para poder controlarlo todo”, contesta.

Cada pequeño borrón en una obra de Schrauwen es un borrón que él mismo ha colocado ahí, porque trabaja con una impresora que sólo dispone de dos colores. Así hizo Arsène Schrauwen, la delirante odisea de su abuelo en las postrimerías del Imperio colonial belga, y así ha imprimido Sunday, obra aún inédita que mezcla un intenso azul con un rosa fosforito.

Intringante y marciana
Su intrigante y marciana producción —a la que acaba de sumarse Guy, retrato de un bebedor y a la que en breve añadirá Vidas paralelas, una colección de historias de ciencia ficción— vuelve una y otra vez sobre lo ridículo del comportamiento humano y la imposibilidad de conectar con los demás. El mundo exterior es, para los protagonistas de toda historieta de Olivier Schrauwen, una amenaza monstruosamente absurda. ¿Por qué? El autor se encoge de hombros. “No es algo que haya elegido. Supongo que es lo que pienso. Llegar a tener una relación de verdad con otro alguien es verdaderamente complicado”. ¿Le surge siempre una imagen, o le aparece el personaje de la historia, antes de empezar? “Antes de empezar debo tener todo claro: el estilo, los dos colores, el lugar, el tipo de gente que aparecerá, y luego espero a que todo fluya. Si no fluye, lo abandono”.

Su manera de trabajar es pura intuición. “Me dejo influir por todo lo que me rodea y actualmente lo que me rodea es el arte contemporáneo”, dice. El artista vive en Berlín y su pareja se dedica al mundo del arte. “Hace instalaciones artísticas”, especifica. Así que se pasan el tiempo rodeados de “ese tipo de gente”, “del mundo del arte”, dice. Aunque las personas de su entorno no van a aparecer en nada de lo que haga. Las pinceladas autobiográficas de su obra son gruesas. En un momento dado de El hombre que se dejó crecer la barba, un tipo tiene que dibujar, en una clase, según unos parámetros (hay una mesa, una botella de leche, un gato y un ratón), y acaba atrapado en una pesadilla que es el propio dibujo o la idea de la norma. “Me ocurrió en el instituto, lo recuerdo como algo horrible; para mí el dibujo carece de límites, debe luchar por ser tan libre como pueda; es un juego, pero uno muy serio”, asegura.

Su apuesta por la imaginación es clara. En sus historietas la vida imaginada es siempre superior a la real. “Pero es que yo no creo en la vida real, ¿es esto vida real? Para mí, todo es ficción”, sentencia. Lo que lamenta es que el mundo contemporáneo se haya vuelto tan “cruelmente literal y textual”. “Una imagen ya no vale más que mil palabras, y eso es terrible”, dice. Para él nada cambiará nunca. El texto seguirá siendo algo que oye solo en determinados momentos el lector de sus viñetas, a las que a menudo les basta la imagen para explicarse. Lo curioso es que, pese a que las situaciones absurdas de su obra recuerden a Samuel Beckett, jamás lo ha leído. “¿Por cuál empiezo?”, pregunta, desde el sofá. Y, puesto que sus protagonistas son a menudo grandes fracasados que siempre fracasan, quizá por Esperando a Godot.

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