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 ¿Puede la literatura para chicos producir una obra maestra? Puede: es lo que suele decirse de El Principito, de Antoine de Saint-Exupéry, y también de Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll. Es más difícil que se diga de una historieta y menos de Tintín, el reportero creado por el belga Hergé, sobre el que pesan sospechas de antisemitismo, de racismo, de misoginia, incluso de antiecologismo, signifique eso lo que signifique. De hecho, en el actual clima de barbarie moralista y persecución ideológica es verosímil que Tintín sea cancelado muy pronto; razón de más para celebrar, mientras todavía es posible, la obra maestra que es Tintín en el Tibet.

Casi todas las aventuras de Tintín involucran un viaje. Tintín, reportero que nunca escribe, viaja por otros motivos: para rescatar a un amigo, para buscar un tesoro, como parte de una expedición científica. Los escenarios cambiantes —el Congo, una isla escocesa, el desierto de Sahara, la Chicago de Al Capone, un país imaginario de Europa del este, el Perú o la Luna— contrastan con el personaje, siempre igual a sí mismo en su honestidad incorruptible, su bondad franciscana, su optimismo sin fisuras.

Un contraste parecido aportan el capitán Haddock, que es colérico y alcohólico, aunque de buen corazón, el profesor Tornasol, sordo como una tapia y absorto en sí mismo, o los ineptos Hernández y Fernández, suerte de Bouvard y Pécuchet de la policía. Ni siquiera el fiel perro Milú está exento, cuando se presenta la ocasión, de beber alcohol —pecado capital para el abstemio Tintín— o de preferir un hueso suculento a la misión que le confiaron. Sólo Tintín es perfecto. Sus antecedentes serían el Galahad de las leyendas artúricas o el príncipe Mishkin de Dostoievski. Pero en Tintín en el Tíbet esa perfección moral se vuelve problemática y ese es uno de los aspectos que ponen al libro en un plano artístico superior.

Toda la aventura está marcada por los sueños. Tintín sueña que su amigo, el joven Chang, le pide socorro desde los restos de un accidente aéreo. El accidente tuvo lugar en la realidad, pero no se encontraron sobrevivientes. Convencido de que su sueño fue premonitorio, Tintín, contra la opinión de todos, parte en su busca; así, al leitmotif de los sueños se superpone la idea del “sueño” en el sentido de un proyecto qujotesco, loco. Pero también Milú y el capitán, que siguen a Tintín a regañadientes, tienen sueños: el perro se figura a su yo angélico y su yo demoníaco, que pelean por su conciencia, hecho significativo en un libro cuyo tema secreto es la ambigüedad o incluso la identidad entre el Bien y el Mal.

Hay otra secuencia onírica donde Haddock, en un escenario a lo Giorgio de Chirico, se cruza con un niño perdido. El niño tiene los rasgos del profesor Tornasol, pero podemos entenderlo como un trasunto de Chang, el amigo perdido de Tintín. Igual que en la vida real, el sueño está compuesto con elementos de la vigilia. Al final, el niño-Tornasol golpea al capitán con su paraguas mientras declara jaque mate: ¿una premonición funesta, un anuncio de que la búsqueda de Chang va a acabar con ellos?

Promediando la aventura entra en juego otro personaje: el Yeti. Habitante solitario de las cumbres, abominable hombre de las nieves, el Yeti encarna el peligro de la montaña, ese mismo que el capitán denuncia al principio de la historia. Todos le temen. Todos creen que encontrárselo es mortal. Su sombra se cierne como una fatalidad sobre toda la aventura. Pero poco a poco se insinúa otra sombra: la del propio Tintín, que porfía en su proyecto aun cuando todos, incluido el sherpa Tharkey, que los guía, le aseguran que Chang está muerto y que él corre también hacia la muerte.

La abnegación de Tintín se vuelve despiadada, su amor por Chang toma un cariz obsesivo, a medida que las desgracias golpean al grupo, sin lograr doblegar su resolución. Milú casi muere congelado. El capitán resbala y casi cae al vacío, arrastrando a Tintín. El mismo Tintín cae dentro de una grieta y sobrevive de milagro. El dolor y la angustia de estos accidentes están representados de manera más realista de lo habitual, como si el autor quisiera que el lector sienta cabalmente el precio que todos pagan por seguir el sueño de Tintín. Éste, sin perder su aspecto cándido, termina por evocar al personaje febril de Klaus Kinski en la película Aguirre, la ira de Dios: aquel conquistador español que, en la persecución de su propio sueño, no duda en sacrificar a todos sus compañeros y por fin a sí mismo. A su manera, el joven de corazón puro es una amenaza tan temible como el Yeti.

A su vez, el Yeti se humaniza: resulta que fue él quién salvó a Chang después del accidente. Le dio de comer, lo abrigó, lo protegió de la intemperie y lo cuida devotamente. Esa devoción refleja la de Tintín. Pero el Yeti, además, es celoso: no quiere que lo separen de Chang. ¿Hay que entender a Tintín y al Yeti como dos caras de una misma pasión? ¿Quiso sugerir Hergé que había algo monstruoso en la abnegación de Tintín? Más todavía: ¿conducen los sueños de Tintín a la blancura mortal de la montaña, como los sueños de Ahab condujeron a la blancura mortal de Moby Dick?

Quizá en toda esta aventura hay una intuición inquietante: que el amor sin límites es una fuerza tan temible y despiadada como el Yeti, aunque se presente con los rasgos inocentes de Tintín y aunque resplandezca, igual que el monstruo, con un aura sagrada. Nunca Hergé volvió a aventurarse en esos territorios y en las tres últimas aventuras del joven falso reportero volvió al puro relato de peripecias. Pero en Tintín en el Tíbet, su obra maestra, queda algo más: una fábula moral y una historia arquetípica, comparable a La bella y la bestia o Pinocho, cuentos que parecen expresar cierta verdad trascendente, además de entretener y asustar a los chicos.

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