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Cúanto puede resistir un hombre por un ideal se antoja una pregunta en desuso, casi anacrónica: no cabe ya interrogarse sobre lo primero –cuál es el grosor de la costra del héroe o del mártir- cuando ya no queda de lo segundo: héroes o mártires. Y si quedan son anónimos y remotos, imposible pues, en el día a día, chequear su condición. Pero como el presente no es el pasado y la memoria le importa, lanza Agustín Comotto (Buenos Aires, 1968) la pregunta de marras. Lo hace en la contraportada de 155 (Nórdica Cómic), desolador retrato en viñetas de la vida del revolucionario anarquista Simón Radowitzky, a quien podría llamarse -vulgarizando la cuestión- un militante revolucionario de fondo de pista: esos caimanes discretos pero indestructibles dispuestos a no dar una bola por perdida, o incluso un brazo a torcer, por seguir con las frases hechas…


Simón Radowitzky (Stepanice, 1891-México DF, 1956) lo fue: indestructible y discreto. Un mito empeñado en no querer serlo, en un país como Argentina especialista en parirlos (Evita, El Che, Gardel, Maradona, próximamente Messi..). Nació en la actual Ucrania pero marchó a la Argentina de principios del siglo XX huyendo del distinguido placer que los cosacos del zar experimentaban cortando la cabeza de los judíos de la Galitzia, en un capítulo más del gran pogromo de la historia. Se pasó 21 años metido en la peor cárcel de Sudamérica y probablemente del mundo, el penal de Ushuaia, por haber asesinado con una bomba casera, el 14 de noviembre de 1909, a Lorenzo Falcón, jefe de la policía de Buenos Aires y brazo represor de obreros y huelguistas en la llamada Semana Roja de la capital argentina en aquel año.

Allí, a bajo cero en la heladera de castigo, Radowitzky fue sistemáticamente violado por sus guardianes, los perros del carcelero Palacios, lanzado desnudo a la nieve, mutilado, y vejado durante dos décadas. Afuera, mientras tanto, el tamaño del mito iba creciendo cada día. Las campañas pidiendo su liberación solo fueron superadas en eco popular por las que años después en EE UU tuvieron como objeto a sus compañeros de armas libertarias Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti.

Agustín Comotto firma en 155 un relato estremecedor de 270 páginas en aguadas de blanco y negro –perdón, blanco, negro y rojo- sobre la figura de Radowitzky, alguien a quien conoció por los relatos de su padre. El padre del autor, dirigente marxista, no compartió con el anarquista puro que fue Radowitzky las enseñanzas de Kropótkin… Pero sí la huida y el acoso, el nomadismo obligado de –al menos en el caso de Radowitzky- el judío errante. En los 70 el padre de Agustín Comotto tuvo que escapar de los militares argentinos y se exilió en España, instalándose con su familia en Madrid.

“Está muy pensado dónde y en qué momentos ponía el rojo. El rojo es simbólicamente el color de la anarquía junto con el negro. En segundo lugar implica violencia y sangre, y figura en tales circunstancias. Pero también el rojo es para mí una manera de marcar al judío errante, el concepto migratorio: yo soy emigrante, mi padre fue emigrante, y mi abuelo y mi bisabuelo… y también Simón Radowitzky, cuya memoria está en Argentina, en España, en Holanda, en México…”, explica el autor de 155.

Los paralelismos no pueden y no deben obviarse. Comotto sabe, como Radowitzky supo aun salvando los lógicos años luz de distancia, lo que es tener que irse. Ser víctima de la manía persecutoria e histórica de los alguien que no quieren que vengan otros alguien. Y eso entronca con la tragedia de la región de la Galitzia (zonas de Polonia, Ucrania, Bielorrusia, Chequia…) como una metáfora, según Agustín Comotto, de la Europa que no pudo ser: “Galitzia es la Europa que no fue, producto de una corrección quirúrgica que hizo el nazismo. Probablemente Europa, después de la segunda guerra mundial, perdió la mayor parte de un tejido cultural increíble que, afortunadamente, los emigrantes que estábamos en el otro lado sí recibimos. Es decir, de alguna manera el tejido cultural que conforma mi ser nacional –si es que puedo hablar de eso- tiene que ver con lo que Europa descartó, básicamente por hambre o por ideología”.

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