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Náufragos empezó a despertar curiosidad en enero de este año cuando  Salamandra hizo públicos los nombres de los premiados de la IX edición del Premio Internacional de Novela Gráfica que la editorial otorga conjuntamente con FNAC. Y decimos 'los premiados' porque esta vez la obra ganadora no ha salido de la cabeza de un artista sino de dos.

Ella es Laura Pérez, ilustradora formada entre Francia, Canadá y España, y curtida en cabeceras como National Geographic, Vanity Fair o The Wall Street Journal. Igual que su partenaire en esta obra, se ha hecho con premios como el Valencia Crea del año pasado. Él es Pablo Monforte, artista dividido entre la ilustración y la rehabilitación arquitectónica de espacios a la que se dedica profesionalmente. También ganó el Valencia Crea y ha publicado libros de poesía y trabajado de ilustrador, fotógrafo y diseñador.

El premio se ha ido reivindicando edición tras edición como una de las apuestas editoriales más interesantes de nuestro país en cuanto a novela gráfica se refiere. En los últimos años artistas como Mireia Pérez con La muchacha salvaje, Sento Llobel con   Un médico novato, Antonio Hitos con Inercia o Ana Sainz en la anterior edición con Chucrut. Todas obras interesantes y casi siempre arriesgadas a su manera. Náufragos es la última prueba.

A vueltas con la nostalgia

Cada generación considera propias e inéditas las reivindicaciones de objetos culturales de su pasado, cuando el presente no está a la altura de su recuerdo. En los últimos años, la constante utilización de la palabra 'nostalgia' ha terminado por convertirse en un lugar común para explicar infinidad de fenómenos culturales que recuerdan a otros, disimulando el déjà vu.

Con Náufragos, la generación de artistas que escribe e ilustra la historia asume la nostalgia pero elude la reivindicación. Para Laura Pérez y Pablo Monforte, no todo pasado fue mejor, y aceptarlo es parte de un aprendizaje que cuesta más de lo que parece.

El cómic narra la relación de Alejandra y Julio, dos jóvenes que se conocen en Madrid en 1981 y se reencuentran en Barcelona en 1991. Una historia que fluye entre dos espacios urbanos con distintas inquietudes culturales y vitales cuyo reflejo son sus habitantes. Un conseguido relato de encuentros fortuitos que reflexiona, viñeta tras viñeta, sobre el paso del tiempo y la imposibilidad de enmendar lo pretérito.

No es una premisa especialmente original si se quiere. De hecho, hace poco veíamos en cines una película cuyas concomitancias con este cómic vienen a confirmar el sentir generacional: La Reconquista de Jonás Trueba se alimentaba de la misma premisa con resultados semejantes.

También, como en el caso de Trueba, su narrativa lidia constantemente con una intensidad de prosa que supera la ligereza de las imágenes que la completan. En ocasiones, el tono derrotista de los textos de Náufragos cargan la historia de un dramatismo extenuante. Son pasajes algo más oscuros que, como la vida de los protagonistas, hacen de su lectura una experiencia con altibajos.

"Lo recuerdo todo, soy así de nostálgica. Guardo una enorme colección de detalles inútiles en los que a veces me recreo. Como tu mochila azul marino, ya muy raída, sobre la que habías escrito la letra de The Passenger con rotulador negro", dice Alejandra en los bocadillos del relato. Náufragos coge fuerza y personalidad justo por eso: por la cantidad de detalles aparentemente inútiles que definen más de lo esperado. Contrastes que hacen muy difícil no atender a sus indudables aciertos.

Monocromo de múltiples tonalidades

"Ahí estábamos, en dique seco y sin aparentes visos de hacernos a la mar a corto plazo", contaba el coautor de esta historia, Pablo Monforte. "Yo me había mudado a Barcelona. Laura seguía en Valencia... pero parafraseando a Cortázar, nuestro trabajo 'andaba sin buscarse', pero sabiendo que tarde o temprano se iba a encontrar", explicaba sobre la gestación de la novela gráfica. "Ahora sí podemos decir que Náufragos se ha echado a la mar, y que tenemos un puerto de destino. Ya se sabe que no existen vientos favorables para aquellos que no lo tienen".

El puerto al que ambos autores han llegado es de una ambivalencia desacomplejada. Mientras en lo superficial, la historia romántica no termina de cuajar, bajo la epidermis de este cómic se encuentran aciertos encantadores como su utilización del color, o la capacidad de recreación de ambientes. 

Para plasmar la melancolía en su justa medida, Laura Pérez decide utilizar una paleta de colores muy reducida: el sepia para los años ochenta y el azul para los noventa. Ella misma lo había utilizado antes en su obra Empatíay había visto que le funcionaban. "La idea de crear dos épocas y reflejarlas mediante el coloreado no es una idea nueva ni especialmente original. Pero estamos muy contentos con el resultado, con las connotaciones que crea en la historia; las sensaciones, el humor de sus personajes.", decía Pérez en el blog que los autores escribieron juntos para FNAC.

"La paleta, aparentemente reducida, se nutre, tanto en los tonos fríos como en los cálidos, de las diez variaciones de tono, lo cual añade profundidad al dibujo", explicaba la ilustradora. "Obviamente estamos hablando de temas relacionados con el aspecto formal del cómic, pero los afrontamos como si tuvieran que funcionar bien por sí mismos. Es la manera que tenemos para averiguar su papel en la historia, el modo de comprobar que efectivamente servirán para enriquecer Náufragos: Una novela gráfica urbana y monocroma"

Madrid y Barcelona son los personajes secundarios más importantes de Náufragos. La recreación de la atmósfera de cada época cumple un reto nada desdeñable: capta el ambiente cultural y también sus contradicciones. Según Pablo Monforte, en la construcción de la novela había un "profundo deseo de dejar caer a los intérpretes de esta historia en un espacio vivo y real", no un escenario de fondo sin más. Se trata de conseguir "un espacio que haga de perfecto contenedor de las emociones que se suceden a lo largo de las páginas", cuenta el ilustrador y poeta.

En detalles como estos, Náufragos se entiende como algo más que una obra que encaja bien en tiempos del marketing de la nostalgia. Se trata de una novela gráfica que no esconde su romanticismo melancólico, pero tampoco su discurso sobre los peligros de quedarse prendado del mismo. Evolucionar significa aceptar el pasado común que compartimos con la gente que nos rodea.

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