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Nació en mayo de 1939, en el número 27 de Detective Comics. Lo hizo fruto del triunfo de otro personaje, su antítesis luminosa. El mundo estaba abocado a la crisis, a la guerra y a la destrucción, y necesitaba héroes, nuevos dioses de tinta y color, en publicaciones baratas de a diez centavos. El alumbramiento y éxito de Superman propició la aparición de numerosas réplicas, que brillaban durante unos pocos números y se hundían de nuevo en el olvido. Pero Bruce Wayne, la máscara diurna de la obsesión de un niño cuyos padres habían sido asesinados en un callejón oscuro, estaba destinado a vivir. A pesar de las balas de un ladrón anónimo, a pesar de la miríada de clones que surgirían a su alrededor, Batman estaba destinado a vivir.

Es difícil resumir en mil doscientas palabras lo que significa el Cruzado de la Capa. De su origen como la cristalización del «pulp» y los radioseriales hasta el vengador oscuro que hoy conocemos, pasando por el periodo «camp» de los sesenta, Batman ha adoptado múltiples formas y maneras. Ha sido un cruzado medieval, un detective victoriano, un guerrero del futuro. Ha muerto varias veces, ha vuelto a la vida, ha viajado por el tiempo. Ha depositado su manto en manos de sus amigos y allegados, solo para recobrarlo una y otra vez con una nueva mirada, la del mundo que le rodea. Batman ha sido tantas cosas como le han permitido sus casi ochenta años de historia, como han querido los cientos de guionistas que han asumido la nada despreciable tarea de contar historias relevantes sobre el segundo personaje más importante de la historia del cómic, y sin duda el más interesante.

En mayo de 2007 tuve la inmensa suerte de visitar las oficinas de DC Comics. Vivía entonces en Nueva York, y surgió la oportunidad de convertir en novela gráfica una de mis historias, dentro del sello Vértigo. Trabajé varias semanas junto con Will Dennis, uno de los talentos de la edición. En un descanso acudimos a tomar algo a un bar, y entonces se me ocurrió hablarle de la competencia:

¿Has oído que ha muerto el Capitán América?

Will le pegó un mordisco a su hamburguesa y me respondió una frase que solo tiene sentido para un aficionado al cómic:

—Bueno, está muerto esta semana.

El tema murió ahí porque nos dimos cuenta de que Frank Miller, el hombre que había convertido a Batman en lo que es hoy, estaba acodado a la barra. Y cuando una de las mayores leyendas del mundo de las viñetas está a menos de cuatro metros de ti, no se puede hablar de otra cosa.

Pero Will Dennis tenía razón.

En diciembre de 1992, los sabios de DC Comics (en un equipo capitaneado por Mike Carlin y secundado por Dan Jurgens, Roger Stern, Louise Simonson, Jerry Ordway y Karl Kesel) tomaron una decisión que conmocionó al mundo entero.

Superman debía morir.

El gran problema con el personaje que inició hace 80 años la industria del tebeo moderno era, es, su inaccesibilidad. Más rápido que una bala, más poderoso que una locomotora, bueno como unas croquetas de madre, el huérfano de Krypton es un absoluto tostón para un guionista. Durante los cincuenta y sesenta, los escritores que se encargaron de contar su saga tuvieron la brillante idea de ir añadiéndole poderes y más poderes al personaje en un intento de mantener el interés del público, consiguiendo el efecto contrario al que pretendían. Cuanto más poderoso era Superman, cuanto más separado estaba del público, menos interesante resultaban sus historias a largo plazo. Un reinicio global del universo de los cómics de DC en 1985 había paliado, en parte, el problema. Pero las ventas de Superman perdían fuelle en favor de los héroes de Marvel y de la recién fundada Image Comics, mucho más modernos, más asequibles.

Frágiles, falibles. Humanos.

Superman murió a manos del monstruo Doomsday, partiéndose la cara por Metrópolis, en brazos de su eterna novia Lois Lane, y con la capa desgarrada al viento. Una mentira como una catedral que todos los medios de comunicación del mundo compraron, e incluso llevaron a sus portadas. No hubo televisión, radio ni periódico que no informara del suceso. Parecía increíble, y lo era. ¿Cómo iba an a matar la gallina de los huevos de oro, romper el juguete millonario? La respuesta era, claro, no haciéndolo «de verdad», sino resucitándole a lo largo de un larguísimo año y con un argumento desquiciado, incluso, para la época y el medio.

La historia se repitió con los principales héroes de Marvel y DC. Capitán América, Spiderman, Lobezno y el propio Batman pasaron por el tanatorio en ese estado de feliz transitoriedad vital que solo corresponde a los héroes de papel.

Y ahora llega, una vez más, una muerte. La peor posible. La muerte de un héroe. Una boda. Con Catwoman.

Batman #50, titulado «La boda», se publicó ayer y aquí estamos, mordiendo, una vez más, el anzuelo. Los que ya hemos vivido esta clase de eventos, sabemos que no es más que una enorme operación de márketing, una gran llamada de atención. Porque en el corazón de Batman, del héroe más oscuro, no hay sitio para el amor y los lazos que este requiere, de los que vive y de los que se alimenta. El mundo de Bruce Wayne se detuvo una noche, a la salida del cine Monarch, tras una proyección de La Máscara del Zorro. Mientras el niño Bruce hacía cabriolas, imitando a Douglas Fairbanks, Thomas y Martha Wayne caminaban tres pasos por detrás hacia una muerte segura. El amor de Bruce está tan roto como el collar de perlas de su madre, las cuentas desparramadas por el callejón, el alma tan encogida que en ella no queda sino hueco para una venganza imposible. Un Batman feliz es un Batman imposible. Por eso cuando nos adentramos en los callejones oscuros de Gotham, esperamos que desde los tejados nos proteja un corazón roto. Así de egoístas somos, así de cínicos.

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