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Astérix y los normandos me introdujo en el deslumbrante universo creado por René Goscinny y Albert Uderzo. Desde la primera página intuí que me había topado con algo extraordinario, donde el humor y la fantasía trabajaban conjuntamente para seducir a cualquier mente despierta. Publicado en 1967, el álbum no llegó a mis manos hasta principios de los setenta, cuando mi sensibilidad se había forjado leyendo El Capitán Trueno y El Jabato. Astérix me divirtió desde el primer instante, pero no experimenté las mismas sensaciones que me habían proporcionado el caballero andante y el íbero indomable. Es cierto que Astérix resistía a la ocupación romana desde una aldea de irreductibles, causando disgustos sin cuento a Julio César, un conquistador arrogante y nada estúpido, pero incapaz de acabar con el minúsculo foco de resistencia surgido al noreste de la Galia. Sin embargo, Astérix no era un héroe con músculos de acero y facciones de galán cinematográfico, sino un hombre bajito y con un rostro común, casi anónimo. Valiente e ingenioso, su físico rompía estereotipos, especialmente a los lectores acostumbrados a los mitos. Quizás por eso no le presté demasiada atención, limitándome a realizar pequeñas incursiones en sus historietas. Disfrutaba con sus aventuras, pero no me emocionaban tanto como los viajes en globo del Capitán Trueno y sus inseparables Goliath y Crispín, cruzando los continentes para luchar contra déspotas y bandidos. El Capitán Trueno era pura épica, una especie de Ulises moldeado por la ética cristiana. En cambio, el heroísmo de Astérix estaba inspirado por las virtudes laicas y republicanas, lo cual explicaba su espíritu racional y su saludable escepticismo.

Al cumplir años, el prestigio de lo épico decae y los mitos resultan menos convincentes. Nunca dejé de admirar al Capitán Trueno, cuyo talante cristiano no excluía un clarividente racionalismo, reacio a las supersticiones y los prejuicios, pero Astérix comenzó a parecerme más cercano. Aunque contaba con la fuerza sobrehumana que le proporcionaba la poción mágica del druida Panorámix, sus mayores victorias no procedían de ese brebaje, sino de su inteligencia, pragmatismo y honestidad. El Capitán Trueno no carecía de esas cualidades, pero su ejemplaridad le situaba en el dominio de los superhombres. Por el contrario, Astérix era muy humano y sencillo. Indulgente con los defectos ajenos, comprometido con el bienestar de su aldea y solidario con los pueblos oprimidos, pertenece a la estirpe de esos héroes discretos que no gozan de un gran protagonismo en la historia, pero cuya aportación a la comunidad desborda cualquier medida. Sin la ocupación romana, Astérix se habría limitado a pasear por el bosque, cazar jabalíes, tomar el sol, charlar con sus amigos y reír alegremente en los banquetes. No me cuesta trabajo imaginarlo en el papel de maestro rural, enseñando historia o literatura, o realizando excursiones peripatéticas con el druida Panorámix para divagar sobre los dioses y el cosmos. Los cuatro campamentos romanos que cercan su aldea le alejaron de ese destino, forjando una rebeldía que le convertirá en un audaz guerrillero, siempre dispuesto a vapulear a los legionarios que han invadido su país. No sé si Goscinny y Uderzo pensaron en Jean Moulin, héroe de la Resistencia francesa contra el Reich alemán, pero no es difícil imaginar a Astérix luchando contra los nazis, sin dejarse intimidar por la brutalidad de la Gestapo. De hecho, viajará a Germania para liberar a Panorámix, secuestrado por una partida de godos, unos bárbaros sin muchas luces, pero con un gran sentido de la disciplina y un enorme ego. Aficionados a desfilar al paso de la oca, sus delirios imperialistas serán temporalmente neutralizados por el druida, que repartirá pequeñas dosis de la poción mágica entre distintos caudillos, fomentando los enfrentamientos entre clanes.

La rebeldía de Astérix se acentúa con sus viajes por todo el planeta. En Roma, lucha contra la explotación de los gladiadores, abocados a morir cruentamente en la arena del circo. En Atenas, obtiene una palma de oro en los Juegos Olímpicos, sin recurrir a la poción mágica. En Alejandría, es agasajado por Cleopatra tras humillar a Julio César. En Hispania, se revela como un espada magistral, enlazando verónicas y pases de pecho con un toro bravo de muy malas pulgas. Sus triunfos no se basan tan sólo en el valor físico. Su prodigioso ingenio chispeante y su prudencia le permitirán dar la primera vuelta completa a la Galia, convirtiéndose en el pionero de Le Tour de France. También le servirán para educar a Gudurix, sobrino del jefe de Abaracúrcix e insufrible niño pijo amante de los carros deportivos y las noches de Lutecia, o para disolver la cizaña propagada por Perfectus Detritus, un agente de Julio César experto en guerra psicológica. Asimismo, le ayudarán a desenmascarar a un adivino al servicio de los romanos. Astérix actúa como un filósofo ilustrado, ahuyentando a los prejuicios con la antorcha de la razón, pero su lucidez –¡ay!- se revelará impotente frente a la pasión amorosa. Su corazón se rendirá ante Falbalá, la joven rubia y esbelta que ya había conquistado a Obélix. Su pasión será efímera, pero durante unas viñetas se comportará como un tonto enamorado, columpiándose en una rama con una flor en la boca y ojos de carnero degollado.

Sólo Panorámix supera la inteligencia de Astérix. De hecho, muchas veces parece su maestro, una especie de sabio presocrático que contempla a los humanos con ternura, y al cosmos con asombro. Panorámix habla godo, conoce la civilización griega y ejerce un liderazgo silencioso, preservando la cohesión social, particularmente en los momentos de crisis. Jamás se muestra rencoroso, ni intransigente. Cuando los habitantes de la aldea obran de forma mezquina y egoísta, lejos de reprochárselo, siempre los excusa, comentando: “Son unos cabezas de chorlito… pero hay que quererlos. ¡Son humanos!”. No se equivoca: Abaracúrcix, el jefe, es bobo, vanidoso y glotón; Karabella, su mujer, chismorrea sin parar, reacciona con envidia ante los éxitos ajenos y nunca desperdicia la oportunidad de intrigar; Asurancetúrix, el bardo, cree que posee un gran talento, pero desafina terriblemente, causando estragos en humanos y animales, que huyen indistintamente de su voz, como si se tratara de una plaga o una catástrofe natural; Esautomátix, el herrero, aprovecha cualquier pretexto para dejarlo inconsciente con un buen porrazo, y no se muestra menos violento con Ordenalfabetix, el pescadero, que presume de vender género de primerísima calidad “importado” en carretas de bueyes desde Lutecia o Masillia. A veces, las discusiones entre el pescadero y el herrero desencadenan una riña en la que interviene todo el pueblo. Edadepiédrix suele apuntarse a la trifulca, pese a sus noventa y tres años. Casado con la mujer más explosiva de la aldea, le enfurece que no le peguen por respeto a sus canas. A los galos les gusta murmurar, armar bronca y pelear. A pesar de todo, hay que quererlos, como dice el druida, pues son humanos y sus pequeñas miserias conviven con virtudes nada despreciables, como la amistad, el sentido del humor y el valor.

Obélix es sin duda el personaje más entrañable de la serie. De niño, era débil y tímido. Sus compañeros de escuela se burlaban de él, pero dejaron de hacerlo cuando se cayó en la marmita de la poción mágica. Susceptible, sensible y enamoradizo, nunca se separa de Idéafix, un perrito blanco simpático y avispado. Obélix no es consciente de su fuerza descomunal y a veces arranca un árbol de una patada, provocando la consternación de Idéafix, que llora desconsolado, pues su sensibilidad ecológica no soporta que los humanos maltraten a la naturaleza. Al igual que el capitán Haddock, Obélix posee un carácter inestable. Se enfada muchísimo cuando alguien insinúa que debería adelgazar y puede ser tan caprichoso como un niño. Su frase favorita es: “¡Están locos estos romanos!”, casi un mantra que le sirve para expresar su estupor ante lo que no entiende o le irrita. Obélix forma parte de esa espléndida galería de secundarios que con sus flaquezas e imperfecciones tiñen la ficción de humanidad, dejando recuerdos inolvidables en los lectores, a veces abrumados por la excesiva ejemplaridad del héroe principal.

Cuando al cabo de los años volví a leer Astérix y los normandos, descubrí que la edad me había alejado de la épica, acercándome a la comedia. Sentí que Goscinny y Uderzo habían prolongado el esfuerzo de Balzac en la Comedia Humana, retratando de forma indirecta la sociedad de su tiempo, con su grandeza y sus miserias, transitando con fluidez de la vida privada a la vida pública, de las pequeñas anécdotas a los hechos destinados a permanecer en la memoria colectiva. No se habían conformado con recrear las peculiaridades de la sociedad francesa, jugando con el pasado y el presente. Además, se habían adentrado con humor y agudeza en Grecia, Alemania, Reino Unido, Suiza, Bélgica, Córcega, España o América, lo cual les había posibilitado hablar del milagro griego, el militarismo germánico, la flema británica, la pulcritud suiza, las patatas fritas belgas, el orgullo corso, el quijotismo ibérico y las exóticas costumbres de los nativos del otro lado del Atlántico.

Los libros se parecen a los seres humanos. Cambian con los años, pero envejecen de otro modo. Algunas veces no superan la criba de las generaciones posteriores, que los arrojan –con razón o injustamente– al olvido. No es el caso de las aventuras de Astérix, el galo indomable, que aún sigue vivo y presente en la mente de varias generaciones de lectores. De niño, soñaba con internarme en el mundo del Capitán Trueno, usurpando a Crispín su papel de pupilo. Ahora fantaseo con vivir en la “aldea de los locos”, disfrutando de sus banquetes bajo la luz de la luna y sus bailes dionisíacos hasta el amanecer. Eso sí, sin el bardo atado y amordazado, pues nunca me ha gustado que le cierren la boca a los artistas.

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