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En Barcelona la basura es generosa. No porque haya mucha, sino porque existe la buena costumbre de dejar a disposición de los demás lo que te sobra. Aunque exista wallapop, mucha gente prefiere que recoja lo que le sobra el primero que pase. Una vez me encontré un marco de metro y pico de largo con su cristal. Lo cogí y me dije: ya tengo con qué hacerme un Enki Bilal. Tras un escaneado y una impresión en la papelería me hice un cuadro que, de ser original, costaría miles de euros. Porque Bilal es un ejemplo del reconocimiento que merecen los dibujantes de comics. Sin ningún género de dudas, son artistas al mismo nivel que toda la retahíla de pintores que pueda usted citar de la Historia del Arte.

Hay múltiples teorías sobre la naturaleza del cómic, las viñetas, el arte secuencial, lo que se quiera. Lógicamente, yo no me las plantee cuando empecé a leerlos. Me vino por el Mortadelo que me traía mi padre todas las semanas. Para él era hacerme un regalo, pero luego mientras crecía seguí el rastro a través de las viñetas y tipos como Ivá, Shelton, Ja, Bagge, Rabo, Crumb, Mauro o König determinaron mi vida. Yo no sería quien soy sin ellos. No me avergüenza reconocerlo, a la literatura llegué después de todos ellos.

Si tuviera que elegir una de esas teorías que sitúan al cómic en el siglo pasado, a mí la que me gusta es la que se refiere a la no muerte del cine mudo. Tal vez sea una entelequia, pero no es difícil imaginarse la línea que une el final del cine mudo con el desarrollo del cómic y la devaluación de la pintura tras la aparición de la fotografía. La expresividad de ese cine, la fuerza de la pintura y la profundidad literaria transmitida de una manera más instantánea, esas tres características, están presentes en un tebeo y no pueden estarlo en nada más.

Replicar personajes en cientos de viñetas para concebir una narración exige un verdadero esfuerzo al dibujante. Conseguir que esos dibujos sean únicos, inequívocos de un autor, es el verdadero arte a estudiar de nuestro tiempo. No veo por qué ninguno de los nombres que he dado antes no son historia de la pintura. Álvarez Rabo, considerado la chapuza y la procacidad máxima en su día, era único e inigualable. Es lo mismo cuando uno analiza el dibujo que ha depurado la valenciana Cristina Durán para sus novelas gráficas. Eso solo se puede entender si  no es como un Juan Gris 2.0.

Enki Bilal es uno de los dibujantes de cómic que más ha visto reconocida su valía en este aspecto. En su día, el Louvre le abrió sus puertas para que expusiera 22 lienzos que jugasen con las obras del museo. La idea se llamó Los fantasmas del Louvre. No tiene la menor importancia lo que hiciera. Lo relevante es que el premio de Angoulême de 1987, a partir de sus cómics de ciencia ficción personales e intransferibles, acabó siendo director de cine y vendedor de cuadros. Los suyos.

Lo más gracioso de todo esto es que Bilal no es el mejor autor de cómics que pueda uno recomendar. No al menos en esta columna. La Trilogía de Nikopol la publicó el año pasado Norma en una edición integral, es posiblemente una de las obras más atractivas que uno pueda encontrar buceando en los 80. Mundos futuristas, protagonistas femeninas, colores tristes, tecnología abundante pero decadente... Esa magia hipnótica de algunas escenas de Blade Runner acompañadas de la música de Vangelis, esas emociones se podían leer en esta trilogía. La pena es que fuesen, vamos a no andarnos con rodeos, un ladrillo.

Le pasó mucho a Bilal lo que a Moebius y Juan Giménez con Jodorowsky . El dibujo estaba por encima de unas historias demasiado crípticas, en la que cualquier desenlace era esperable, puesto que parecía que valía todo.

Pero la melancolía tan atractiva de Bilal tiene un gran poso biográfico. Creció en el Belgrado de la posguerra. Una ciudad en construcción, oscura entonces, y dominada por el totalitarismo. Su padre había luchado heroicamente en la II Guerra Mundial junto a los partisanos, pero no solo no quiso afiliarse al partido, sino que decidió salir del país a las primeras de cambio. En la biografía del dibujante que publicó Sins Entido de Alberto Torío, se decía que cuando toda su familia se reencontró en París y Enki empezó a hacer allí su vida, notó rápidamente que la vida era un remanso de paz en comparación con la ajetreada Belgrado llena de edificios destruidos por las bombas. Impulsado por ese contraste, sintió la necesidad de contar historias.

Tuvo grandes ideas. Por ejemplo, de Las falanges del orden negro, con ancianos veteranos de la II Guerra Mundial que tienen que volver a las andadas, unos a asesinar, otros a la lucha antifascista. De su premisa se podría haber hecho una película espectacular,pero primó más en su estilo lo artie, lo evocador, lo mismo que en su cine, que era, de nuevo no nos andaremos con rodeos, una gran decepción.

Sin embargo, lo relevante a tener en cuenta es que ha sido un dibujante que en Francia sus cómics han llegado a vender medio millón de ejemplares cada uno. Se dice pronto. Y a raíz de semejante éxito, trascendió el formato y el género para pasar en un principio a colaborar en el mundo del celuloide.

Como cineasta, tiene tres películas con una fotografía excepcional pero fallidas todas y cada una de ellas. Al principio hizo dirección artística, diseñó personajes, y luego dirigió sus propios filmes. En todas ellos estaba presente lo vivido en el Este, esos regímenes que invadían todas las facetas de la vida y a la vez impulsaban las vanguardias del siglo XX en el arte y la arquitectura. Ese contraste claramente marcó su obra.

De algún modo esa sensibilidad conectó con el público más allá del lector de tebeos. Futurismo, pero gris; modernidad, pero sin libertades; belleza y tristeza... Las emociones encontrada de sus cómics tenían un profundo calado generacional. En 2012, vendió quince obras en la casa de subastas Artcurial por un millón y medio de euros. El dinero nunca podrá medir el valor de una obra ni mucho menos, pero por una vez sirvió para explicar la vigencia y profundidad del noble arte de la viñeta.

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