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La muerte de ese pasable guionista, excelente editor y brillantísimo publicista llamado Stan Lee en noviembre del año pasado le ha privado de ver cómo Marvel Comics –la compañía que él llevó a ser un referente casi legendario para generaciones de lectores de tebeos– cumple esta semana 80 años, quizá en la cumbre de su celebridad entre el gran público gracias a una serie de adaptaciones cinematográficas que han hecho que las películas de superhéroes sean el género de moda en esta década. Seguramente no quede casi nadie a quien no le suenen Los Vengadores, los X-Men o Spiderman.

Algo que hubiera sido difícil de creer en 1957, cuando Stan Lee tuvo que despedir a la mayor parte del equipo de la editorial –entonces llamada Timely Comics– por orden del dueño y fundador de la misma, Martin Goodman (quien, todo sea dicho, había contratado a Lee por ser este primo segundo de su mujer). Por aquel entonces los superhéroes eran un género medio muerto tras ser acusados por detractores de los cómics como el psicólogo Frederic Wertham de contribuir al aumento de la delincuencia juvenil. Pero Stan Lee supo rodearse de grandes talentos como Jack Kirby o Steve Ditko, atraer a un público joven y entusiasta y crear un fenómeno mediático basado en aventuras imaginativas, personajes sencillos pero bien definidos y un mundo a la vez fantástico y más cercano al lector que el de su gran competencia, DC.

Sin embargo, el camino de los héroes de Marvel hasta la fama universal ha sido menos fácil de lo que parece. En los años 90, la editorial estuvo al borde de la bancarrota, sufrió –otra vez– despidos masivos y se vio cómo su modelo de negocios se hacía pedazos a su alrededor. Un abismo del que ha acabado resurgiendo como el fénix que es el símbolo de Jean Grey, uno de los personajes más importantes de sus cómics.

«¡Hemos comprado a Superman!»

Y, curiosamente, tanto la caída como el auge han tenido bastante que ver con el cine. Ya en los años 80 (cuando DC, propiedad de Warner Bros, ya había triunfado en la pantalla con «Superman» y se preparaba para repetir con el «Batman» de Tim Burton) y después de varios cambios de propietario, Marvel fue adquirida por New World Pictures, una productora de segunda fila con nula relación con el mundo de los cómics. Una anécdota (que Sean Howe narra en su ensayo « Marvel Comics. La historia jamás contada») vale para ilustrar la situación: uno de los directivos de New World, Robert Rehme, llamó a su vicepresidente de márketing y anunció con orgullo: «Acabamos de comprar a Superman». Cuando el subdirector averiguó que lo que habían adquirido era Marvel, le corrigió: no habían comprado a Superman, sino a Spiderman. Esto horrorizó a Rehme, quien sabía que la versión cinematográfica de Spiderman estaba varada en el caos de la productora Cannon. Y esa fue la tónica general de todos los intentos de llevar al cine a los héroes de Marvel en esa década. Quizá en caso más sangrante fue el de la adaptación de «Los 4 Fantásticos» producida por Roger Corman, que se preveía tan cutre que Marvel acabó comprando todas las copias que encontró y destruyéndolas para intentar que nunca viera la luz del día.

New World tuvo que vender Marvel al entonces presidente de Revlon, Ronald O. Perelman. Pese a ello, a comienzos de los años 90, en Marvel se ataban los perros con longanizas. Una nueva generación de dibujantes con estilos muy enfocados a la acción desenfrenada y exagerada (Rob Liefeld, Todd McFarlane, Jim Lee) habían tenido un éxito repentino que había elevado las ventas hasta muchos cientos de miles, o hasta millones, de ejemplares por número. Al mismo tiempo se formó una fiebre por el coleccionismo de cómics causada por los altos precios en subastas de ejemplares de tebeos como las primeras historietas de Superman o de Spiderman, lo cual llevó a Marvel a sacar decenas de «números coleccionables» con portadas metálicas o que brillaban en la oscuridad, mucho más caros de lo habitual. Pero los nuevos dibujantes estrella se marcharon a editoriales independientes huyendo de las draconianas condiciones sobre derechos de autor que imponían DC y Marvel, las adaptaciones a la pantalla seguían sin dar muchos frutos, los coleccionistas se alejaron de los cómics al ver que los «números especiales» se multiplicaban con grandes tiradas y jamás serían piezas raras y los imprudentes intentos de Marvel por sacar una mayor tajada del mercado produjeron la quiebra de muchas distribuidoras y tiendas de cómics, privando a la compañía de buena parte de sus canales de mercado. El entonces editor de Marvel, Tom Breevort, lo describió de forma muy gráfica: «Era como la cultura de la cocaína, pero sin la droga. Todo el mundo estaba cada vez más colocado con la explosión de las ventas. Lanzabas una serie y los editores se lamentaban porque solo había vendido medio millón de ejemplares. Cinco años más tarde, darían gracias a Dios si lograsen vender tanto». Los años 90 fueron muy duros para todo el mundo del cómic en general y Marvel no salió nada bien parada.

Efectivamente, en la segunda mitad de la década las ventas y los precios de las acciones de la compañía se desplomaron, los despidos en masa se sucedieron y Marvel acabaría declarándose en bancarrota y siendo objeto de batallas legales por hacerse con su control. Tras muchos dimes y diretes, quienes acabaron adquiriendo la compañía fueron, curiosamente, los responsables de la compañía juguetera Toy Biz, a la que Marvel había cedido en años anteriores la licencia para hacer figuras de acción de sus personajes. Estos dos hombres, Isaac Perlmutter y Avi Arad, acabarían siendo quienes elevarían la compañía al punto donde está hoy.


Un éxito por sorpresa

La clave, por supuesto, fue el cine. Pero con un poco de buena fortuna de por medio. El primer personaje de Marvel en triunfar realmente en la gran pantalla fue Blade, cuya película se estrenó poco después de que Perlmutter y Arad tomasen el control. Un éxito inesperado (Blade nunca había sido más que un secundario de escasa relevancia en los tebeos) que hizo que el mundo del cine se fijase mucho en Marvel, lo que permitió a la compañía vender los derechos de adaptación de muchos de sus héroes: Spiderman a Sony, X-Men y Los 4 Fantásticos a Fox, Hulk a Universal... A la larga, eso ha provocado mil quebraderos de cabeza a Marvel, que sigue sin poder meter a todos sus personajes bajo el mismo techo de celuloide, muy a su pesar; pero, en su momento, la inyección de capital fue clave para sacar a la compañía del pozo financiero.

Perlmutter –un israelí con fama de hosco y muy ligado a los sectores más duros del Partido Republicano– empezó a controlar la compañía con mano de hierro, recortando en todo lo posible, desde sueldos de directivos hasta el uso de clips en las oficinas. Por lo bajo se decía que, si de él dependiese, Marvel no sería más que una persona en un despacho con un teléfono, licenciando los personajes al mejor postor. Pero lo cierto es que sus fichajes para dirigir la línea editorial empezaron a tomar más riesgos, cometiendo algunos errores, pero dando luz verde algunos cómics no siempre acertados, pero más originales de lo que se había visto en años en la compañía («Alias», de Brian Michael Bendis –de donde sale el personaje de Jessica Jones, luego con serie en Netflix–, los X-Men de Grant Morrison, los comienzos del «Universo Ultimate» con el propio Bendis y Mark Millar...). Todos ellos, además, con un estilo que bebía mucho de lo audiovisual, lo que los hacía más atractivos para llevar a la pantalla. Por su parte, Arad –que luego dejaría la compañía– fue un personaje clave en los primeros pasos del Universo Cinematográfico Marvel, insistiendo en que fuesen ellos mismos quienes produjesen las películas de sus personajes.

Los cómics nunca han recuperado las ventas de principios de los años 90 y –salvo excepciones que han sabido dirigirse a un público más joven y desenfadado– no acaban de salir del nicho de «superfans» que se conocen al dedillo toda la mitología de los personajes y son capaces de desentrañar la enmarañadísima continuidad de décadas de historias. Pero, con las películas acumulando éxitos (y pese a algún batacazo), Marvel parece encarar su novena década con optimismo. Aunque quién sabe: como en los propios tebeos, la próxima catástrofe siempre puede estar acechando entre las sombras.

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